José Antonio Osorio Lizarazo, El día del odio (1952)
Al mediodía del siglo XX, Colombia, era una nación desgarrada por la
guerra fratricida entre liberales y conservadores. Estas dos facciones políticas,
en buena medida derivadas del centralismo y federalismo con que los incipientes
burócratas quisieron escindir la cosa pública en el recién nacido país,
llevaron a límites demenciales y terroríficos las pugnas entre sus respectivos partidarios.
Mariano Ospina Pérez, presidente conservador luego de casi tres lustros de
dominio liberal, hizo caso omiso a las bárbaras ejecuciones sumarias acometidas
por la mano de la Popol y los Chulavitas, facciones civiles organizadas para llevar
a cabo cobros de sangre en las zonas rurales.
Ante esta situación, era palpable el drama humanitario con miles de
desplazados, exiliados forzosos hacia zonas urbanas donde eran poco menos que inútiles
los campesinos, en absoluto preparados para afrontar las labores requeridas en
una urbe que crecía vertiginosamente como Bogotá. Jorge Eliécer Gaitán, el
líder de la oposición, disidente liberal y abogado de prestigio, lanzaba dardos
ardientes al establecimiento algunas veces desde el púlpito del Teatro
Municipal e, incluso, como en su última gran salida pública, desde el mismo
corazón de convergencia pluralista en la urbe más populosa de la Colombia de
los años cuarenta: la Plaza de Bolívar. Tras la sombra del hombre público y sus
vicisitudes siempre hay otros hombres. En este caso, un escritor.
Los orígenes de la literatura social en Colombia habían sido más bien
brumosos. José Eutasio Rivera logró construir una obra maestra tanto en cuestión
de fondo como de forma con La Vorágine, trasunto sentimental de la explotación del
caucho en las selvas amazónicas. Si bien, en sentido estricto la denuncia
social quedaba como pretexto dentro de la magistral narración lograda por el
autor huilense, la necesidad de contar el atropello de los desposeídos y los
humillados de siempre, parecía quedar en el aire. Casi siempre, cuando en
literatura las buenas intenciones sobrepasan a la esencia del arte, que no es
más que la perplejidad estética, su objeto termina convirtiéndose en un
panfleto burdo y manido.
La obra de José Antonio Osorio Lizarazo (1900-1964) pasa de soslayo al
lado de figuras como Zalamea Borda, Eduardo Caballero Calderón, Germán
Arciniegas entre otros autores. Escritor de oficio, periodista, crítico y
polígrafo, Osorio Lizarazo tuvo presente el influjo del poder en la escritura. Cercano
a Gaitán, escribiría una biografía sobre su inmolado amigo y caudillo. Puntualmente,
su novela El día del odio, es quizá una de las primeras obras con una visión dostoievskiana
de la opresora y cerrada sociedad colombiana. Las élites bogotanas vivían
recluidas en sus fortines de Teusaquillo, Santa Fe o Chapinero. Gentes
exiliadas por el conflicto interno, buscaban refugio en las suntuosas casas
ofreciendo por sueldos exiguos, o incluso por techo y alimento, su fuerza de
trabajo como empleadas domésticas, choferes, jardineros o mozos de faena.
El día del odio, novela de 1952, nos narra la peripecia trágica de
Tránsito, una campesina ignorante que como en un drama clásico es vendida a una
“patrona” para servir de muchacha de oficios en su casa. Las manos sucias por
las labores del campo, eran mal vistas por las dueñas de casa. Unas joyas
perdidas son pretexto suficiente para ser echada a la calle. Sin embargo en la
jungla urbana es difícil buscar un lugar para la supervivencia, puesto que hay
muchos que llevan buen tiempo viviendo en la calle y conocen las reglas para conseguirlo.
Tránsito, pronto caerá presa del vórtice infernal de la prostitución. El
ofrecimiento de una matrona y proxeneta de una casa de lenocinio, para
conseguir una fuente de ingresos rentable, dada la juventud y gracia del
prospecto, es rechazado por la inocente muchacha.
Al amparo del umbral de una
pensión de mala muerte, los policías la acechan, y pronto es sindicada por prostitución
y va a dar con sus huesos a la celda. Un carrusel de incidentes infelices la
llevará a conocer por azar a El Alacrán, un maleante de barrio bajo y
carterista de tres al cuarto. Viviendo como concubina a merced del carácter del
delincuente, pronto conoce el presidio derivado de los celos carnales de su
nuevo propietario. Una tarde Tránsito y El Alacrán se encuentran en medio de
los desmanes derivados del asesinato de Gaitán. El centro de Bogotá es un polvorín,
los tranvías arden, los locales asolados por la turba ebria y presa del hambre,
son asaltados sistemáticamente: objetos de todo tipo, ropas finas, viandas y
coñac que en su vida habían probado los desarrapados.
Osorio Lizarazo nos lleva al desenlace de su novela poniendo los
destinos individuales en un contexto colectivo de desesperación. Sus personajes,
que tienen su eco en el colectivo al que pertenecen intrínsecamente, se ven
abocados a salir a las calles a buscar aquello que les ha sido negado sistemáticamente
por sus dirigentes que los desprecian. Pescando en río revuelto, Tránsito, la
protagonista, carga algún artículo anhelado para su casta social, resguardándolo
celosamente con su cuerpo. Acuerdan llevar el botín al cuartucho miserable
donde habitan, para poder gozar un poco de quizá la única comida lujosa que
puedan tener en vida.
Antes de cruzar la calle para reunirse con El Alacrán, Tránsito, la jovencita
ignorante, azotada por los feroces hilos del demiurgo del destino, se desploma
en mitad de la calle. Los oscuros dedos de la historia, que cobra vidas
inocentes para llenar pies de página en los libros académicos, alcanzan por fin
al personaje. Los marxistas postulan que el hombre no puede escapar a la
historia, porque él mismo es la historia; con su trabajo transforma la
naturaleza y se transforma así mismo. Bajo el cieno de los estratos sociales y
de la anulación del ser individual transformado en la masa, está el individuo y su rebelión
absoluta con el simple acto de alzar su voz o el machete para pedir dignidad.
La historia de la literatura colombiana no ha sido muy indulgente con
Osorio Lizarazo, seguramente porque puso el espejo ante la hermosura de Venus para
que viera sus defectos renunciando ocultarlos simplemente con el reflejo de la
belleza del arte.
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