Jorge Luís Borges (1899-1986)
En un documental de la RTVE, se afirma, con cierta desfachatez, que Borges ―el mismo al que nos acostumbramos a reconocer como el apacible sabio viejo, con sus ojos perdidos en el tenue «crepúsculo amarillo», como denominaba su ceguera, guiándose por medio de un bastón en el intrincado laberinto del mundo y una humildad a prueba del carácter más atrabiliario―, no era el que siempre pensamos que era. Es decir, que el hombre que escribió «El Jardín de los senderos que se bifurcan», uno de los relatos más formidables de la literatura, que pone a prueba los fundamentos de la física cuántica con la teoría de los universos paralelos, no era él que creemos. Tampoco era el autor de ese célebre relato en el que se encuentra a su doppelgänger en una banca de un parque de Ginebra. No, ese no es Borges. ¿Entonces, quién es Borges?
Según la hipótesis, Borges, de tanto horadar en el terreno abstruso de los sub universos paralelos de la literatura y las probabilidades, terminó por perderse en sus propios laberintos. Así pues, Jorge Luís Borges Acevedo, no sería el autor nacido un 23 de agosto de 1899 en Buenos Aires, sino que, como en una broma de un demiurgo travieso, sería un simple actor que fue contratado para encarnar esa suerte de deidad secular que recorrió las letras hispanas y universales, a lo largo de todo un siglo lleno de paradojas: desde el comunismo, la bomba atómica, el automóvil, el avión, hasta los campos de exterminio nacionalsocialistas y el activismo político en Internet. El tal Jorge Luís Borges, era realmente, un actor italiano de nombre Aquiles Scatamacchia.
En síntesis, esta hipótesis significa la friolera de que la existencia de Borges ―quien de nuevo, por paradoja, había referido en un cuento suyo, «Tlon Uqbar Orbis Tertius» la posibilidad de que el mundo narrado en un tomo perdido de una enciclopedia, era la elucubración de un grupo de eruditos redactores de una edición inexistente― fuera también una quimera de tres escritores argentinos reales: Adolfo Bioy Casares, Manuel Mujica Laínez y Leopoldo Marechal. Una mamada de gallo literaria, como decimos en Colombia.
Borges, ciego y bendito entre las mujeres
Una sucesión de eventos borgeanos
Todo el escándalo, deriva de una
inocente nota en una revista argentina de ultraderechas de nombre Cabildo, que tuvo eco en diferentes publicaciones europeas de los ochentas.
«Il Messagero», un pasquín italiano, publicó una nota de Leonardo Sciascia,
conocido escritor italiano, junto a una foto de Borges donde rezaba: “El
Inexistente”. Esto le otorgaba al asunto todos los matices necesarios para una
deliciosa trama de origen borgesiano, o cervantino. La leyenda azuzada por el
propio Borges, en broma, y su anhelo de entrar en la categoría de los
escritores anónimos, deseaba antes, incluso más que el mismo Nobel de
Literatura, azuzar el digno fuego del olvido de un escritor latinoamericano de
quinta categoría. Así, Borges solía decirle a Antonio Tabucchi: «Yo soy una
invención de Roger Callois». Este juego de espejos bien podría multiplicarse y
bifurcarse hasta la saciedad, pero vamos al grano.
En la susodicha revista el artículo titulado «Borges no existe», firmado por Anibal D’Angelo, afirmaba que la leyenda Borges se remitía a la década de los años veinte. Por esas calendas Leopoldo Marechal necesitando un seudónimo para un artículo suyo, decidió firmar como Jorge Luís Borges. No contento con esto, como Cervantes hiciera con Alonso Quijano, lo dotó de una vida, una memoria, unas costumbres, otorgándole una sustancia propia.
Luego se unirían a la genial boutade Mujica Lainez y Bioy Casares.
Ese golem, se deshizo de sus hilos y cobró vida propia. Sin embargo, para hacer
más verosímil la historia, era necesario crear un alter ego que no levantase
sospechas. El actor Aquiles Scatamacchia, un hombre medio ciego, con cierto
dejo italiano, fue entonces cabalmente instruido en las lides refinadas de la
literatura, la filosofía y el urbanismo elemental para sostener la farsa.
Siendo ciego, además de ponerse al nivel de Homero, Milton y Joyce, le sería
imposible reconocer a colegas del círculo común que podían dar al traste con la
genial broma. La leyenda tomó cuerpo hasta llegar a oídos de los periodistas
del diario francés «L’Èxpress» instando a resolver el malentendido de una buena
vez por todas, en beneficio de la literatura. Después de la tormenta desatada
por la noticia, de furiosos artículos de uno y otro lado del Atlántico, la
leyenda se fue disipando hasta quedar prácticamente extinta.
Al fin y al cabo, Borges mismo
disfrutaba poniendo a prueba el enigma de su propia identidad personal y de la
memoria. Es célebre ésta actitud a lo largo de varias entrevistas, en las que
al increpársele acerca de sus datos de lugar y fecha de su nacimiento, se
limitaba a responder: «Eso dicen; probablemente no sucedió nunca…». Respecto al
tema del demiurgo, en una conferencia cuando una periodista intentó ponerlo
contra las cuerdas con una embarazosa pregunta sobre Dios, Borges se limitó a
contestarle: «Carezco de certezas para afirmar mi propia existencia, señorita;
imagine usted si puedo poner en duda la de Dios».
La duda y la incertidumbre
ontológica siempre pendieron como espada de Damocles sobre la cabeza del gran
escritor argentino. «El mundo es el mundo y yo, desgraciadamente, soy Borges», afirmaba.
A lo mejor como solía decir, solamente quería disiparse en la memoria del
olvido, que es la verdadera muerte de los hombres. En su agonía, Jorge Luís Borges, igual
que Alonso Quijano, tendría quizá un último momento de lucidez, reconociéndose
a sí mismo como lo que sentía que era: un hombre decrepito, ciego y
rabiosamente latinoamericano; un hombre al que le tocó, en el reparto universal de
los millones de destinos, uno eminentemente literario.
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